
Between Common and Rare
El 30 de octubre, sobre las diez de la mañana, me dirigía a casa de mi amigo Pau en Paiporta, un pueblo situado al sur de la ciudad de Valencia, España. Aún resonaba en mi cabeza la frialdad de sus palabras cuando le ofrecí mi ayuda. Su voz sonaba distante, ajena a la realidad o profundamente sometida por ella: «La planta baja y el sótano de la casa están totalmente destruidos, sepultados por toneladas de agua y barro», me dijo. Pero nada en el mundo podría haberme preparado para lo que estaba a punto de vivir en los días siguientes en lo que se llamaría la Zona Cero de la inundación más catastrófica de la historia de la Comunidad Valenciana, que mató a 230 personas y destruyó más de 80 poblaciones.
“Hasta aquí llegó el agua” me dijo Pau cuando llegué a su casa. Señalaba una línea en la pared, perfecta, bien definida, bellamente trazada por sedimentos imperfectos que marcaban la pared con el recuerdo del horror para los que sobrevivieron.
“Hasta aquí llegó el agua”, fue la frase que más escuché en los días sucesivos. Las víctimas señalaban su propio cuerpo a la altura del cuello, de los ojos o la nariz, como si compararan su estatura con la altura del desastre. Lo repetían con la extrañeza del que no acaba de creerse la brutalidad con la que el lodo había irrumpido por sorpresa en sus vidas, en sus cuartos de estar, en sus dormitorios, en sus cocinas, en sus baños, una tarde de otoño. “Hasta aquí llegó el agua”, hasta la cruz, la foto, el reloj que detuvo el tiempo en un instante que durará siempre. La pintura o el papel de las paredes se levantó por efecto de la humedad como tejido necrosado, como llagas que no solo se abrieran en las paredes , sino también en sus cuerpos y en las existencias de las gentes que habitaban aquellas habitaciones profundamente costumbristas. “Hasta aquí llegó el agua”, me señaló una anciana cubierta de barro en la pared de su cocina. Aún de puntillas, su dedo índice no alcanzaba aquella línea que separaba lo normal de lo insólito.
Between Common and Rare
El 30 de octubre, sobre las diez de la mañana, me dirigía a casa de mi amigo Pau en Paiporta, un pueblo situado al sur de la ciudad de Valencia, España. Aún resonaba en mi cabeza la frialdad de sus palabras cuando le ofrecí mi ayuda. Su voz sonaba distante, ajena a la realidad o profundamente sometida por ella: «La planta baja y el sótano de la casa están totalmente destruidos, sepultados por toneladas de agua y barro», me dijo. Pero nada en el mundo podría haberme preparado para lo que estaba a punto de vivir en los días siguientes en lo que se llamaría la Zona Cero de la inundación más catastrófica de la historia de la Comunidad Valenciana, que mató a 230 personas y destruyó más de 80 poblaciones.
“Hasta aquí llegó el agua” me dijo Pau cuando llegué a su casa. Señalaba una línea en la pared, perfecta, bien definida, bellamente trazada por sedimentos imperfectos que marcaban la pared con el recuerdo del horror para los que sobrevivieron.
“Hasta aquí llegó el agua”, fue la frase que más escuché en los días sucesivos. Las víctimas señalaban su propio cuerpo a la altura del cuello, de los ojos o la nariz, como si compararan su estatura con la altura del desastre. Lo repetían con la extrañeza del que no acaba de creerse la brutalidad con la que el lodo había irrumpido por sorpresa en sus vidas, en sus cuartos de estar, en sus dormitorios, en sus cocinas, en sus baños, una tarde de otoño. “Hasta aquí llegó el agua”, hasta la cruz, la foto, el reloj que detuvo el tiempo en un instante que durará siempre. La pintura o el papel de las paredes se levantó por efecto de la humedad como tejido necrosado, como llagas que no solo se abrieran en las paredes , sino también en sus cuerpos y en las existencias de las gentes que habitaban aquellas habitaciones profundamente costumbristas. “Hasta aquí llegó el agua”, me señaló una anciana cubierta de barro en la pared de su cocina. Aún de puntillas, su dedo índice no alcanzaba aquella línea que separaba lo normal de lo insólito.