The Mud Angels

El día 30 de octubre sobre las diez de la mañana caminaba hacia la casa de mi amigo Pau en Paiporta, municipio situado al sur de la ciudad de Valencia. Todavía resonaba en mi cabeza la frialdad de sus palabras cuando le ofrecí mi ayuda. Su voz sonó seca, distante, fuera de la realidad o profundamente sometida a ella: “La planta baja y el sótano de la casa están totalmente destrozados, sepultados por toneladas de agua y fango”, dijo. Pero nada en el mundo me habría preparado para lo que estaba a punto de vivir aquel día y en los días sucesivos en la que sería denominada como la zona cero de la inundación mas catastrófica registrada en la historia de la Comunidad Valenciana. Durante las siguientes 72 largas horas en Paiporta fui testigo de un espectáculo funesto, donde el desastre material se mezclaba con el horror de la muerte y la desaparición de familiares y amigos, la desolación de las almas con el olor a putrefacción y la injusticia y la ineptitud de los políticos, que mostraron el lado más oscuro de la humanidad, contrastaba con la feroz determinación de unos jóvenes voluntarios que no apartaron la mirada de la catástrofe sino que se sumergieron en ella y, con el lodo cubriéndoles el cuerpo, aferrados a fregonas, cubos, cepillos o palas, limpiaron casas, comercios, calles, sótanos, garajes; llevaron medicinas a los enfermos; comida a los hambrientos y ropa a quienes lo habían perdido todo. Con sus inocentes sonrisas de consuelo el lado más brillante de la humanidad se mostraba en una sola palabra activa, colectiva e imparable: solidaridad. Llegaban a primeras horas de la mañana, limpios, enérgicos, delicadamente jóvenes y desaparecían con la luz del día, como fantasmas de ángeles cubiertos de fango, temblorosos los cuerpos por el esfuerzo físico, consumida el alma por lo emocional, cruzaban una larga pasarela que unía la zona cero con el núcleo urbano de Valencia, del caos al orden, del infierno al paraíso de nuevo, pasarela que fue rebautizada con el nombre de “Puente de la solidaridad”. Fue a pocos metros de este puente donde monté un fondo blanco para retratar a los voluntarios en su regreso a casa. Justo antes de cruzar la pasarela posaban sobre la pulcritud de un fondo neutro con el que pretendía eliminar cualquier distracción, con la intención de destacar sus rostros agotados, las peculiaridades de su expresión, el particular testimonio de su miradas, las marcas y arrugas del barro en sus ropas, la piel reseca de sus manos, la relación con los utensilios a los que se aferraban y que les habían acompañado a través de largas horas de duro trabajo. Para mí, ellos eran los protagonistas de un mundo desolado, sumergido bajo el fango. La imagen de estos jóvenes, la mayoría estudiantes, debía mostrarse sin distracciones, sin el horror que reinaba a su alrededor y que al invadirlo todo, todo lo unificaba. Ellos, con sus acciones , rindieron homenaje a su propia humanidad y yo quería rendirle homenaje a ellos. Cada uno de estos voluntarios es un fino hilo en el hermoso tapiz de la solidaridad, pero también de la esperanza. Individual y colectivamente mostraron, con su extraordinario esfuerzo, su compromiso de alcanzar un mundo más benévolo, digno y amable.Con profunda gratitud y esperanza en el futuro, gracias, eternamente gracias voluntarios y voluntarias.


The Mud Angels

El día 30 de octubre sobre las diez de la mañana caminaba hacia la casa de mi amigo Pau en Paiporta, municipio situado al sur de la ciudad de Valencia. Todavía resonaba en mi cabeza la frialdad de sus palabras cuando le ofrecí mi ayuda. Su voz sonó seca, distante, fuera de la realidad o profundamente sometida a ella: “La planta baja y el sótano de la casa están totalmente destrozados, sepultados por toneladas de agua y fango”, dijo. Pero nada en el mundo me habría preparado para lo que estaba a punto de vivir aquel día y en los días sucesivos en la que sería denominada como la zona cero de la inundación mas catastrófica registrada en la historia de la Comunidad Valenciana. Durante las siguientes 72 largas horas en Paiporta fui testigo de un espectáculo funesto, donde el desastre material se mezclaba con el horror de la muerte y la desaparición de familiares y amigos, la desolación de las almas con el olor a putrefacción y la injusticia y la ineptitud de los políticos, que mostraron el lado más oscuro de la humanidad, contrastaba con la feroz determinación de unos jóvenes voluntarios que no apartaron la mirada de la catástrofe sino que se sumergieron en ella y, con el lodo cubriéndoles el cuerpo, aferrados a fregonas, cubos, cepillos o palas, limpiaron casas, comercios, calles, sótanos, garajes; llevaron medicinas a los enfermos; comida a los hambrientos y ropa a quienes lo habían perdido todo. Con sus inocentes sonrisas de consuelo el lado más brillante de la humanidad se mostraba en una sola palabra activa, colectiva e imparable: solidaridad. Llegaban a primeras horas de la mañana, limpios, enérgicos, delicadamente jóvenes y desaparecían con la luz del día, como fantasmas de ángeles cubiertos de fango, temblorosos los cuerpos por el esfuerzo físico, consumida el alma por lo emocional, cruzaban una larga pasarela que unía la zona cero con el núcleo urbano de Valencia, del caos al orden, del infierno al paraíso de nuevo, pasarela que fue rebautizada con el nombre de “Puente de la solidaridad”. Fue a pocos metros de este puente donde monté un fondo blanco para retratar a los voluntarios en su regreso a casa. Justo antes de cruzar la pasarela posaban sobre la pulcritud de un fondo neutro con el que pretendía eliminar cualquier distracción, con la intención de destacar sus rostros agotados, las peculiaridades de su expresión, el particular testimonio de su miradas, las marcas y arrugas del barro en sus ropas, la piel reseca de sus manos, la relación con los utensilios a los que se aferraban y que les habían acompañado a través de largas horas de duro trabajo. Para mí, ellos eran los protagonistas de un mundo desolado, sumergido bajo el fango. La imagen de estos jóvenes, la mayoría estudiantes, debía mostrarse sin distracciones, sin el horror que reinaba a su alrededor y que al invadirlo todo, todo lo unificaba. Ellos, con sus acciones , rindieron homenaje a su propia humanidad y yo quería rendirle homenaje a ellos. Cada uno de estos voluntarios es un fino hilo en el hermoso tapiz de la solidaridad, pero también de la esperanza. Individual y colectivamente mostraron, con su extraordinario esfuerzo, su compromiso de alcanzar un mundo más benévolo, digno y amable.Con profunda gratitud y esperanza en el futuro, gracias, eternamente gracias voluntarios y voluntarias.


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